viernes, 24 de diciembre de 2010

Navidad?

El mundo cristiano y Occidente celebran el nacimiento de Cristo. De pequeño aprendí que él nació en la medianoche de un 24 de diciembre, hace 2010 años. Por entonces, bastaba con saber que la Navidad era una fecha mágica, precedida por múltiples preparativos: la construcción del nacimiento, con su pesebre instalado en una montaña de cartón piedra, con la vegetación de musgo trabajosamente recogido en montañas lejanas (hablo de la Navidad en Cusco, donde pasé mi infancia) y las imágenes en yeso del Niño Jesús, María y José, los pastores y los animales. Luego, la preparación de la carta, laboriosamente meditada, con los pedidos a Papa Noel, y la impaciencia por la cena familiar, para después ir a dormir en un estado de gozosa inquietud, esperando el nuevo día, que era el nuestro, el día de los niños.

Con los años, las cosas se complicaron. ¿Cómo explicarse el nacimiento de Cristo el 24 de diciembre, apenas 16 días después de la Inmaculada Concepción? Me di con la sorpresa que allí naufragaba la sabiduría de muchas personas cuyo criterio valoraba en alto grado. Por cierto, siendo Dios todopoderoso podía haber dispuesto así las cosas, pero, ¿acaso no insistían las fuentes sagradas en que Dios había escogido hacerse hombre para venir al mundo? ¿Por qué, entonces, violar de esa manera las leyes naturales? Alguien me dijo que ese era un dogma de fe, y como tal no debía discutirse, pero nadie supo decirme dónde constaba esto, como sucedía con otros dogmas, como el de la Santísima Trinidad. (Claro, tuvo que ser un amigo judío quien me sacara de mi ignorancia, enseñándome que la Inmaculada Concepción se refiere no a la concepción de de Jesús sino a la de María, y se trata de un dogma aprobado por la iglesia recién siglo XIX).
Mayor fue aún mi sorpresa cuando descubrí que ninguno de los evangelistas hablaba de la Navidad, y que en ninguna página de la Biblia figuraba la fecha del nacimiento de Cristo. ¿Por qué celebrarlo entonces el día 24 de diciembre?
Hablar del misterio de la Navidad no era ya, a estas alturas, aludir a la mágica fecha de mi infancia sino a un conjunto de enigmas dignos de una novela policial, de los cuales, por cierto, ya era el menor el de la existencia de Papa Noel.

Años después vine a saber que las primeras celebraciones de la Navidad documentadas datan del siglo IV, el de la declinación del imperio romano, y que el misterio del porqué se escogió el día 24 de diciembre estaba profundamente vinculado al de la celebración del día domingo como el Día del Señor.
Sucede que el cristianismo se convirtió en religión universal gracias a su adopción como religión oficial por el imperio romano, donde, como en toda sociedad basada en la agricultura, el calendario astronómico jugaba un rol capital. El 24 de diciembre los romanos celebraban el solsticio de invierno en el imperio; la fecha cuando, finalmente, luego de la noche más larga del año, triunfaba la luz y comenzaban a hacerse más cortas las noches y más largos los días. Hay que haber estado en Europa y ver los días que terminan hacia las cuatro de la tarde en invierno y se prolongan hasta las once de la noche en verano para comprender lo que esto significa.
Esa fecha era, pues, fundamental en el calendario de las fiestas religiosas precristianas en Roma; algo similar al Inti Raymi de los incas, la más importante festividad solar del hemisferio sur, celebrado el día 24 de junio, que corresponde a nuestro solsticio de invierno. Así, al extenderse el cristianismo disputando el espacio a las antiguas religiones superpuso su festividad más importante, el nacimiento de Dios, sobre los antiguos cultos solares. Lo mismo sucedió en la nominación de la semana con el día Domingo, que de Día del Sol se convirtió en Dominicus dies: el Día del Señor. Esta correspondencia aparece transparente en el inglés: Sunday, el Día del Sol.

Hubo una época cuando el festejo de los Reyes Magos (superpuesto sobre la conmemoración del solsticio en Egipto, el 6 de enero) fue la festividad dominante en el Perú. Mientras estuvimos bajo la égida cultural de España fueron los Reyes Magos los encargados de entregar regalos a los niños, como aún sucede en algunos países australes europeos y en algunos estratos sociales de países latinoamericanos menos penetrados culturalmente por los Estados Unidos, como Argentina y Uruguay. Dicho sea de paso, según la tradición, los Reyes Magos son originarios de Persia, lo cual algo ha de significar en el Mediterráneo, y sobre todo para un país como España, donde los musulmanes provenientes de Oriente dejaron una huella tan honda a lo largo de muchos siglos.
Pero cuando la influencia de la Europa mediterránea declinó y ascendió la de los países nórdicos en América Latina, gracias a la hegemonía de los anglosajones protestantes —ingleses primero y norteamericanos después— nuevos personajes y nuevos componentes de la tradición celta fueron incorporándose al imaginario navideño. El árbol de navidad, un pino tan nórdico como Santa Claus —ese gordo maravilloso vestido con invernales ropas rojas, proveniente del Polo Norte, que conduce por los cielos un trineo arrastrado por renos voladores— remplazó al pesebre del nacimiento. Se coló así en la fiesta un antiguo dios pagano del hogar, encargado de agasajar a los niños. Para entonces, la cena pascual se había poblado ya de esa formidable dieta invernal, rica en calorías, con todo y panetón con frutas secas y chocolate caliente, para combatir la inclemencia de un clima que (¡oh paradoja!) corresponde en estas tierras al calor del verano que comienza. Y así nuestras navidades se poblaron de pinos de plástico y nieve de algodón, conmemorando el nacimiento de un Dios hombre que llegó al mundo en el desértico territorio de la antigua Judea, donde no hay ni pinos, ni renos, ni (casi nunca) nieve.

El cristianismo consiguió imponerse en el mundo a costa de múltiples transacciones con las antiguas tradiciones locales. De allí el carácter sincrético de una Navidad a la que la iglesia ha tratado de darle un contenido unívoco: la conmemoración del nacimiento de un niño Dios que decidió venir al mundo para redimir a la humanidad de su culpa original. Aunque este mensaje suele hacerse borroso en medio de la superposición de íconos y símbolos encontrados que pueblan la festividad, hay un contenido que se ha hecho universal: la identidad entre la Navidad y la fiesta de los niños, la familia y la paz.
Más allá del mensaje particular de la festividad cristiana, estos motivos han hecho una fiesta ecuménica de la Navidad, celebrada inclusive por los no creyentes. Por eso la imagen de un desvalido niño Dios, nacido en medio de un comedero de animales (eso significa la palabra pesebre), seguirá cautivando la imaginación de los hombres. Y seguirá conmoviéndonos ese llamado a la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad que un día de Navidad, durante la Primera Guerra Mundial, hiciera salir por unas horas de sus trincheras a millones de hombres hacia la tierra de nadie, para confraternizar con sus enemigos, desesperando a sus estados mayores, que tuvieron mucho trabajo para conseguir que las tropas volvieran a sus posiciones (recurrieron inclusive a bombardear a sus propios hombres), a proseguir la meticulosa matanza con que Europa celebraba su alta civilización.

Bueno, en lo que a mi respecta la navidad ya nunca volverá a ser como cuando yo era niño.