jueves, 17 de septiembre de 2009

¿me caso, te rechazo o te embarazo?

Cantaba John Lennon, en “Imagine”: “imaginen a toda la gente viviendo en paz”, “tu podrás decir que es un sueño, pero yo no soy el único que sueña” Ser feliz… para muchos de nosotros no es una utopía… todavía existen los ideales… y ahí están los ejemplos para inspirarnos a nosotros, heridos mortales, necesitados de vidas soñadas de amor. Y en cada corazón de joven y joven, en cada cuento, poesía y novela, en cada sueño, leyenda, telenovela o canción que a todos encanta… en cada niño y niña, padre y madre, abuela y abuelo… siempre nuestros anhelos se despegan de la almohada de la frustración al sol de la danza, cuando contemplamos un ideal de pareja.

… y si existe como una realidad de lágrimas y sonrisas en lo más profundo de nuestro corazón es porque tiene que existir en algún lugar de la realidad: ese ideal de pareja existe y hacia él vamos… con confianza y esperanza.

viernes, 11 de septiembre de 2009

MANUAL PARA COBARDES

Imagina que una noche estás con tu novia en un local –un bar, discoteca, lounge, taberna o huarique– y un fulano faltoso se le acerca creyendo que está sola. Imagina que el mamón se aproximó a tu novia mientras tú estabas en el baño, alineándote el cerquillo delante del espejo y acomodándote las patillas tras las orejas.
Imagina que regresas, apareces en el encuadre y los pillas dialogando.
Imagina que se produce esta escena digna de una película con mal cásting (de esas que el canal 5 pone los domingos por la tarde): el intruso le insiste para bailar y ella se resiste. Entonces él la toma del brazo, apretándoselo, y se oye el siguiente improbable diálogo:

–Vamos, nena, solo una canción
–Suéltame, te he dicho que no
–No seas necia, te va a gustar

De pronto te sientes obligado a intervenir, así que te entrometes con educación y colocas una pacífica mano en el hombro del faltoso

–Disculpa, pero me parece que ella no quiere bailar contigo
–¿Y tú quién eres, retaco?
–Soy su novio. Gracias por tu amabilidad, pero creo que será mejor que te vayas
–¿Ah sí? ¡A ver muéveme tú pues, imbécil!

Imagina que el clima se pone tenso. El cavernícola suelta a tu chica y, desafiante, se pone a escasos centímetros tuyos. Tú te muestras dispuesto a dialogar con él para persuadirlo de lo conveniente que sería para todos que él se retirara; sin embargo, cuando menos te das cuenta, los demás parroquianos ya han formado un círculo humano alrededor de los dos, encerrándolos en un cuadrilátero invisible.
Imagina que la gente empieza a murmurar: “bronca, bronca”. El fulano –sabiéndose con superioridad anatómica– sonríe, se saca conejos de las manos y mueve el grueso cuello de un lado al otro, ejecutando la típica calistenia boxística.
Al oír el crujir de sus huesos, tú –que preferirías resolver el malentendido a la usanza del buen Gandhi– empiezas a buscar con los rabillos de los ojos la puerta de emergencia del establecimiento.
–Chucha, vengan todos, aquí hay mecha, grita un borracho, convocando a otros clientes dispersos.
Más gente se acerca hasta formar un verdadero tumulto. Ahora ya es oficial: no tienes escapatoria.
Imagina que mides como el Chorrillano Palacios; que pesas lo mismo que Brunito Pinasco, y que infundes tanto miedo como, veamos, ahí está, como el Osito Kissifur.
Por eso cuando oyes algunas risas camufladas en el barullo general, no te demoras ni un segundo en captar que las estás provocando tú.
Imagina que, aunque tu novia no te lo pide directamente, ella se muere de ganas de que la defiendas, de que pelees en su nombre, de que te impongas, vengues la ofensa y saques pública cara por la relación. Además, como ella siempre dice, ustedes dos son un equipo, un ‘team’ y este es el mejor momento de probarlo. Cada uno cumplirá su parte: tú saltarás al ring y ella te hará barra.
Ahora imagina que eres, fuiste y serás toda tu vida un blando, un pusilánime, un tetelemeque.
(Imagina que desde niño tu animal predilecto nunca fue el perro o el gato, sino la gallina. Y que en lugar de encariñarte, no sé, con los ratones o los pericos, preferías solazarte con el grácil cacareo de las atolondradas aves de corral)
(Imagina que cada vez que alguien iba a reventar un cohetón en Navidad tú te escondías detrás de un mueble, enterrabas la cabeza entre las rodillas, apretabas las muelas, cerrabas los ojos y te tapabas los oídos como si lo que fuera a explotar fuese la mismísima bomba nuclear).
(E imagina que cuando veías “El Mago de Oz” tu personaje favorito no era el Hombre de Paja ni el Hombre de Lata, sino el León, y no por su forma de rugir precisamente, sino porque, como a ti, a él le faltaba coraje).

Volvemos al bar.

Imagina ahora que, contra tu voluntad escurridiza, la gente te manda al ruedo y te pones al frente de ese sujeto que es dos veces más grande y tres veces más fuerte que tú.
El auditorio farfulla y rumorea. Corren las apuestas entre los espectadores espontáneos. Por unanimidad, todos, incluso algunos conocidos tuyos, le apuestan a él.
Imagina que estás ahí, dando vueltas alrededor de tu rival. Parece que lo estuvieras midiendo y estudiando, pero en realidad estás girando azarosamente, intentando divisar un huequito entre la multitud por donde escapar en su primer descuido.
Imagina que, sin ninguna chance de huir, te resignas, te pones triste y asumes que vas a pelearte. Caballero. Entonces endureces los músculos de la panza, poniendo rígidos los abdominales. Cualquiera diría que lo haces para oponer resistencia ante un sorpresivo gancho a la boca del estómago, pero la verdad es otra: quieres evitar una evacuación-sorpresa que te ensucie los pantalones y delate lo inmensamente nervioso que estás.
Si has podido imaginar todo eso (y te has sentido mínimamente identificado) estás listo para el paso siguiente. Toma nota, chico sin valor. Estos son algunos tips especialmente diseñados para muchachos cobardes como tú.

1) Insulta a tu enemigo. Madrúgalo jugándole a la boquilla, bájale la moral. Procúrale todo tipo de agravios e imprecaciones. Méntale la madre, carajéalo, putéalo. Escúpele tu desprecio. Si no se te viene a la mente ninguna procacidad, simple: recuerda la primera vez que te subiste a una montaña rusa. Recuerda cómo te pusiste a chillar después del primer loop, recuerda toda esa sarta de lisuras por el miedo engendradas y –zas– lánzaselas ahora al desgraciado este que tienes enfrente y que luce muy interesado en partirte el alma.

2) Amenázalo. Como parte de la pirotecnia verbal, háblale a tu adversario. No solo lo insultes: asegúrale que le harás daño físico. Júraselo. Eso hará que lo piense dos veces antes de golpearte. Mientras se miden, en los primeros segundos de la contienda, dile una mentira como esta: “quizá hoy me saques la mierda, hijo de puta, pero te juro que vas a llevarte una marca mía de todas maneras”. Eso lo hará dudar. No es necesario que le precises en ese instante que la marca a la que te estás refiriendo es la que dejarán tus dientes en su antebrazo, tus uñas en su cachete, o tu zapato en su canilla. No sería muy productivo si lo que buscas es, precisamente, bajarle el autoestima.

3) Míralo con desprecio. Y más que con desprecio, con asco. Míralo como si fuera, no un hombre, sino un vómito. Trata de reunir en su cara las muchas caras que has odiado a lo largo de tu vida. Míralo, por ejemplo, como si él fuera el imbécil grandulón de quinto de media que una mañana, cuando tú estabas en primero, te bajó el buzo en medio del patio del colegio, dejándote en calzoncillos frente a todo el alumnado.
O míralo como si fuera ese antipático gordito del club que siempre que te encontraba en la piscina te jalaba de las piernas y te ahogaba, humillándote delante de las chicas, que, al verte morado bajo el agua, en coro abogaban por ti exclamando: “ya déjalo salir, pobrecitoooooo”.
Míralo también como si fuera el maldito (y veloz) piraña que hace años le arranchó la cartera a tu mamá en el mercado y se echó a correr sin que tú –lenteja– pudieras reaccionar. O como si fuera el infeliz de dos metros que le metió la mano a tu hermana mayor en una fiesta, haciéndola llorar, mientras tú, chivazo, simulabas estar comprando una Guaraná en un quiosco.
Míralo, por último, como si fuera el baboso ese que te ridiculizó haciéndote dos huachas seguidas en un partido de fulbito, la misma noche en que llevaste a tu novia para que te vea jugar por primera vez. ("Vas a ver lo bien que juego, mi amor", le anunciaste a tu chica antes de la pichanga. Al final quedaste como un cojudo).
Si lo miras con todas esas miradas juntas, sin duda asustarás a tu oponente. Será como aplicarle un puño letal en la quijada sin haberlo siquiera tocado.

4) Bailotea. Si notas con preocupación que ninguno de los tres tips anteriores surte el efecto esperado, tranquilízate: no todo está perdido. Si el compadrito se muestra inmune a los ataques gestuales que desplegaste gradualmente (los insultos, las miradas), pues bien, ahora toca hacerle creer que sí sabes pelear.
Si no has podido minar su seguridad con palabras, pues tienes que convencerlo con hechos de que eres un peleador callejero nato, y que tienes un récord favorable de puros nocauts a tus espaldas.
No importa que la única riña física que en verdad hayas sostenido a lo largo de toda tu vida haya sido con el payaso porfiado que te regalaron cuando cumpliste doce años. Es más, ni siquiera importa que haya sido el payaso el que ganó en aquella ocasión.
Esta es una situación crítica y debes falsear el talento que no tienes. ¿Cómo? Sencillo: aparenta, gesticula, baila. Lanza puñetes que corten el aire, sopla, haz jueguitos con los pies, sacude los hombros, amaga rectos invisibles, haz la finta de que tienes calles y de que te has mechado con todos los pendejos matones de tu barrio (tu rival no tiene por qué saber que vives en un apacible condominio lleno de ancianos, donde el púgil más activo roza los 75 años).
[Si tu contrincante no acusa recibo de todas las señales que le has mandado, entonces prepárate porque se viene lo bueno. Él, harto de tus requiebres y maromas, avanzará sobre ti dispuesto a masacrarte. Y para ese momento los siguientes tips son de singular importancia]

5) Cánsalo. Maréalo. Completa varias vueltas en círculo para que se agote. Si él da un paso ofensivo hacia adelante, tú da dos estratégicos hacia uno de los lados. Si él intenta el cuerpo a cuerpo y el contacto corto, evítalo como sea (si es estrictamente necesario, escabúllete por debajo de sus piernas, mismo Chapulín Colorado). Cuando menos te des cuenta él estará exhausto y entonces podrás abalanzarte sobre él y rematarlo a piñazos. Eso sí, cuídate de que el cansancio lo tumbe a él antes que a ti. De lo contrario, anda eligiendo mentalmente entre estas opciones: ¿“Jardines de la Paz”? ¡“Campo Fe”? o ¿”El Ángel”?

6) Desenfunda tu arma. Pongámonos en el caso de que el bruto este, no solo no se ha cansado, sino que se muestra cada vez más agresivo, lanzando derechazos que, por milagro, no te han dado todavía en la cara. Si esa es la situación, no te queda más remedio que apelar al recurso de emergencia: echar mano de esa arma que todos cargamos y que pasa desapercibida decorando nuestra cintura: sí, señor, me refiero a la correa. Una correa es un arma muy útil.
[¿Qué? ¿Perdón? ¿Te parece una cabronada defenderte con la correa? Mira, huevón. Para empezar, no estás en posición de opinar ni decidir nada. Están a punto de hacerte papilla delante de tu novia, así que solo sigue las instrucciones]
SácaLe la correa de un tirón (cruza los dedos para que tu pantalón no se venga abajo) y empúñala por el lado de la punta. Eso es: ahora manióbrala y sácale chispas al suelo con la hebilla. Trátala como si fuera un látigo. Compútate Indiana Jones y muéstrate bravucón. Dale en los tobillos, en las piernas, intenta azotarle la cara. Eso te hará ganar minutos para pensar –ahora sí, en serio– por dónde carajo salir corriendo.

7) Méchate a la qué chucha. Si después de unos minutos de mantenerlo a raya, el grandulón consigue arrebatarte la correa, estarás perdido. Él se acercará a ti y comenzará a rellenarte de golpes: uno en la barriga, otro en el bajo vientre, otro en la mandíbula. Si estás en ese trance, pues recurre a la última opción: peléate a la peruana. Ojo que pelearse a la peruana –técnica también denominada “a la ya qué chucha”– requiere de toda una estética que, en el fondo, supone una coreografía del desorden. Para empezar, esconde la cara, protégela pegando el mentón al pecho, así por lo menos disminuyes el riesgo de la desfiguración. El segundo paso incluye una tarea algo más compleja: repartir en el vacío ciegos y múltiples puñetazos, zarandeando los dos brazos continuamente, buscando que alguno le haga daño a tu oponente. No está de más que zapatees un poco, como quien improvisa un huayno, como para darle algo de dinamismo a la postura. Continúa así durante los próximos cinco minutos. Lo más probable es que después de un rato por fin conectes uno de tus puños salvajes en el centro del rostro contrario.
Debes ser precavido y orientar el tronco en el sentido correcto: podrías confundirte de objetivo. Tengo un amigo cobarde que, después de agotar todas las posibilidades, decidió trompearse con un extraño que había insultado a su novia utilizando este método. En esas andaba, cabizbajo, lanzando puñetes al aire, cuando oyó un sombrío “uyyyyyyyy” de parte del auditorio. Él levantó la mirada, satisfecho, creyendo que había tumbado a su obeso adversario. Enorme fue su sorpresa cuando advirtió que acababa de romperle la nariz a su chica.
Ten cuidado con que te ocurra eso. Claro, el penoso accidente te librará de tener que continuar la pelea, porque ni el más fiero de los energúmenos podría dejar de compadecerse ante tan tierna escena: tú en el suelo, llorando, tratando de reanimar a tu enamorada, cuya reciente rinoplastia acabas de malograr con un estupendo gancho (aplicado además con gran técnica).
Al verte, el fulano faltoso detendrá su ataque y se retirará de la escena con la avinagrada sensación de quien gana una pelea, no por K.O., sino por puntos.
Al verlo irse, tú respirarás más tranquilo y hasta sonreirás un poquito, creyendo que te salvaste de la tunda.
Lo que ignoras –como ignoraba mi amigo cobarde– es que una vez que tu novia se reincorpore y vea su nariz ensangrentada (y, por ende, su cirugía estropeada) te agarrará del pescuezo, estrellará tu cabeza contra la barra cuatro veces, te volará tres dientes de un botellazo, y quebrará tres de tus costillas con su rodilla. Y te dejará ahí, hecho una mierda, una porquería, un desarticulado amasijo de carne con hueso. A tu costado, un trapeador tendría mejor aspecto y más dignidad.
A la mañana siguiente, en la clínica, captaras la verdad de todo este asunto y comprenderás la triste moraleja que esconde: un energúmeno fortachón es menos peligroso que una chica recién operada.