martes, 23 de septiembre de 2008

40 motivos para que Dios sea Peruano

1)Enrique Zileri sería inmortal.
2)Garrido Lecca sería el alcalde de Santa María.
3)Teófilo Cubillas podría haber sido clonado.
4)Las minas de tajo abierto no abundarían en la farándula sino en Huancavelica.
5)Laura Bozzo no se habría repuesto de la epidemia de peste bubónica que asoló Venecia en el siglo XIV.
6)Beto se llamaría Truman Capote y escribiría maravillosamente.
7)Marcelo Oxenford no sería un argentino tan estirado.
8)Melcochita habría sido lapidado en una hambruna Neanderthal.
9)La señorita Higashi habría decidido afeitarse.
10)Mario Huamán habría tocado otro tambor.
11)Los ingleses habrían conquistado Arequipa.
12)Las cuentas regresivas no serían siempre las de los salarios.
13)El banco de oro no se lo habría llevado ese choro disfrazado de mendigo.
14)A Micky Rospigliosi le importaría un cuerno.
15)Los Fujimori no habrían desembarcado en el Callao sino en Valparaíso.
16)Sabríamos exactamente cuándo se jodió el Perú.
17)Castañeda Lossio sería alcalde de Palermo.
18)Marco Parra no habría abandonado el Parque de las Leyendas.
19)La banda del SAT por lo menos tocaría algunas piezas.
20)La ANDA no cargaría al Señor de Turno.
21)Nakazaki se habría fusionado con Ajinomoto.
22)Baruch Ivcher no habría hecho el 2.
23)Villa Stein sería un balneario.
24)El Alto Perú no habría llegado a ser Las Casuarinas.
25)El análisis de eses no sería una prueba de evaluación magisterial.
26)La tecnología de punta no sería patrimonio de los Barracones.
27)Porky habría conquistado a Keiko y se la habría llevado a Hollywood.
28)Genaro no tendría también el Canal de Yerbateros.
29)Maribel Verdú habría nacido en Tarapoto.
30)El Ojo que Llora sería sólo una escultura y no un diagnóstico nacional.
31)Jaime Bedoya tendría poderes fulminantes.
32)Piérola habría dirigido a los chilenos.
33)Un chileno no habría fundado “El Comercio”.
34)A Chelita no la habría tomado un maldito tumor.
35)El puma Carranza habría estirado las dos patas (como en el fútbol).
36)Alva Castro viviría en Castro Valley.
37)En vez del piojo Dancourt habríamos tenido a la pulga Messi.
38)La señora Iparraguirre habría nacido bella y Guzmán recordaría una infancia feliz.
39)Palito Ortega no nos seguiría visitando.
40)El 9 y el 13 no se comunicarían a través de sus antenas.
41)La Católica sería más protestante.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Como saber que ya te encacaste nuevamente.

Sabes que una chica te gusta cuando te pasa la voz para ir al cine a ver Kung Fu Panda, y le dices que irás encantado, cuando bien es sabido entre los dilectos miembros de tu cada vez más reducido círculo de amistades que los dibujos animados te despiertan la misma letal indiferencia que, por ejemplo, los libros de Derecho, las recetas de cocina, o la atormentada vida de las tortugas de las islas Galápagos.

Sabes que una chica te gusta cuando le envías un mensaje de texto al celular y te pasas los siguientes minutos contemplando la pantalla de tu teléfono, esperando su respuesta, con una ansiedad solo comparable a la ansiedad que tuviste de Cachimbo, cuando –parapetado detrás de unas rejas, rodeado de borrachos– aguardabas nervioso los resultados (catastróficos) de tu examen de ingreso. Y de hecho sabes que ella te gusta cuando, al comprobar que su respuesta no llega, te empiezas a bombardear a ti mismo de mensajes de texto, con la única finalidad de comprobar que el sistema de telefonía móvil no se ha caído justo cuando más lo necesitas.

Sabes que una chica te gusta cuando una noche estás saliendo de la oficina muerto de hambre, con las glándulas salivales en ebullición por no haber almorzado, pensando en devorarte una hamburguesa con huevo montado, jamón y tocino, y de pronto recibes una llamada de ella preguntándote si te darías una vueltita por su casa, porque tiene ganas de verte. Como el corazón tiene la capacidad de neutralizar al estómago (igual que la piedra a la tijera en el yan–kem–po), reprimes el hambre de prisionero de guerra que te marea, y cambias de dirección, con tal de ir, verla y oírla hablar de cualquier cosa: la universidad, el futuro, el fin del mundo, la inflación. Lo que sea.

Sabes que una chica te atrae cuando, luego de oír de su boca una frase medianamente prometedora, empiezas a sonreírle a todo el mundo. Les das monedas a los mendigos en las esquinas; les compras caramelos a los huérfanos; dejas que la chica que te atendió en el Grifo se quede con el vuelto. Te sientes un hombre de bien porque a ella, aparentemente, le gustas. Apenas te ha dicho que eres “lindo”, pero para ti esas dos sílabas gozan de una potencia estereofónica sobre la que se erige tu autoestima y extraordinario buen humor. En vez de caminar por la calle, bailas. Te trepas en los postes como un Fred Astaire fuera de forma, saltas juntando los tacones en el aire, les pellizcas los cachetes a los niños gorditos y les cedes el lugar a las señoras en la cola del banco. Pareces un mimo huevón que no tiene otra cosa que hacer que contagiar su estúpida felicidad a los demás. Pobre mamerto. No sabes que el día que ella te diga que no quiere verte nunca más, el mundo te parecerá el Infierno mismo. Si ese día maldito, a un anciano quebradizo se le ocurre la mala idea de pedirte que por favor le ayudes a cruzar la calle, ay de él: lo mirarás con odio, lo mandarás al diablo, y no contento con ello lo golpearás con su propio bastón hasta lesionarlo y dejarlo tirado en la acera como una envoltura de galleta.

Sabes que una chica te está volviendo un tanto loco cuando, en pleno trabajo, cuando el caos de la oficina está en su punto más álgido, cuando los chicos que trabajan contigo te revientan el teléfono para darte, responsablemente, los últimos reportes de sus comisiones, y tú –hecho un huevas– no les contestas, porque estás navegando por Internet, leyendo la más inflamada poesía amorosa, sin quitarte los audífonos, a través de los cuales escuchas, una y otra vez, una canción tan formidablemente meliflua como “Mandy” de Barry Manilow

Sabes que una mujercita te gusta más de lo debido cuando te metes a su perfil del Facebook e inviertes horas de horas en escudriñar sus fotos, leer con detenimiento su perfil, y buscar algo de información útil sobre sus gustos, sus preferencias y, sobre todo, sus amigos. Tienes que contestar mails urgentes, tienes que diseñar páginas para la edición del día siguiente, tienes que preparar tus clases de la semana, y sin embargo estás ahí, atrofiado, mirando –pixel por pixel– la sonrisa estática de la chica que se te ha metido en el cerebro como un imperceptible virus africano.

Sabes que una chica te vacila (¿alguien recuerda al puma rodriguez???)cuando al momento de vestirte para salir con ella por primera vez (o sea, antes de la primera cita oficial) recuerdas un comentario suyo: “me encanta cómo le queda la chalina a los hombres”; y empiezas –desaforado– a buscar una chalina por todos los rincones de tu casa. Abres los clósets reservados a la ropa vieja, te zambulles en un océano de prendas guardadas por años, y ahí, ahogándote con el olor a polilla muerta, rescatas una chalina de la década pasada, cuyo diseño está completamente fuera de onda. Te la atas al cuello creyéndote muy dandy, sin saber que lo primero que la chica te dirá al verte es: “sácate eso que te pareces a mi papapa”.

Sabes que una chica te gusta cuando, antes de darle el encuentro, acaso intuyendo que existe una micro posibilidad de robarle un beso, te cepillas los dientes con inusual frenesí, repasándote una y otra vez el hilo dental por los escondrijos más inaccesibles de tu boca (ahí, entre la endodoncia y la caries), y sorbiendo verdaderos ‘shots’ de Listerine para evitar que ella perciba el más mínimo rastro del olor de la pantagruélica Chita al Ajo arrebozada que te empujaste a la hora del almuerzo.

Sabes que ella te gusta cuando te pide que la acompañes a un concierto de New Heavy Punk en una taberna oscura, y tú –que eres un discapacitado para apreciar los alaridos de que está hecha esa música salvaje, y sientes claustrofobia en esas ermitas underground– no solo la acompañas ‘feliz de la vida’, sino que durante las interminables dos horas que dura el martirio auditivo mueves los pies, tamborileas la mesa y haces la finta gestual de que estás disfrutando plenamente el acontecimiento musical.

Sabes que una chica te está metiendo en problemas sentimentales cuando, durante una luz roja, te quedas mirando un punto fijo (un cartel publicitario, un edificio, una nube), abandonándote al bobo ejercicio de la ensoñación, mientras los apurados conductores detrás de ti tocan el claxon, y te empapelan de iracundos insultos entre los que destacan ciertas alusiones escatológicas que tienen a tu señora madre como perjudicada protagonista.

También sabes que una mujer te gusta cuando te levantas por la mañana y es en ella en lo primero que piensas. Y mientras te desperezas evocas su nombre, y al pronunciarlo te da la impresión de que se trata del nombre más bonito del mundo. No importa que sea Gertrudis, Josefa, Ruperta o Teófila. Cuando alguien te gusta, su nombre rezuma, hiede y expele una extraña belleza etimológica.

Sabes que una chica te gusta cuando, haciendo menoscabo de tus ideas y convicciones supuestamente más arraigadas, empiezas a torcer tus opiniones con tal de calzar en el imaginario que ella va delineando en sus conversaciones. Si ella dice que le gusta el campo más que el mar, pues a ti, de pronto, también te gusta (aunque odies a los mosquitos, aunque tengas alergia al polen y aunque el contacto con las plantas te saque roncha). Si ella cuenta que acude a Misa puntualmente todos los domingos y que le gusta hacer obras sociales en los Conos de la ciudad, tú desempolvas tus lecturas de catequista reprimido y sacas a relucir el lado menos marchito de tu catolicismo abandonado. Y si ella dice que su comida preferida es el ‘sushi’, pues tú la llevas a un restaurante de comida japonesa y tragas todos los ‘rolls’ que ella te da de comer, uno tras otro, sin importar que los langostinos te produzcan picosas hinchazones cutáneas, amén de horribles accesos de asma.

Sabes que te gusta una chica cuando empiezas a considerar que la colombiana Shakira no canta tan mal después de todo, porque una de sus canciones era la que sonaba de fondo en el taxi mientras ella accedía a darte el primer beso.

Sabes que te encanta cuando has quedado con ella en encontrarte en un lugar a las, digamos, 9 de la noche, y todo el puto día se te pasa lentísimo. Miras el reloj compulsivamente, haciendo fuerza mental para que el minutero se mueva a mayor velocidad. La expectativa te mantiene intranquilo, inquieto. El tiempo avanza como una procesión. A falta de solo una hora para las 9 de la noche simplemente ya no puedes más con tu alma. Será la hora más larga de las muchas que has vivido y de las muchas que te tocará vivir.

Sabes que te gusta alguien cuando te importan una mierda las tradicionales pichangas de fulbito de los miércoles, las inter diarias charlas nocturnas con el ilustrador de tu blog, o todo lo que antes ocupaba tu tiempo libre. Ahora solo quieres estar al lado de ella. Y si uno de tus mejores amigos te llama al celular porque necesita ayuda, y al hacerlo interrumpe un momento íntimo, pues lo mandas al carajo sin la menor culpa. Y si tú mismo organizas una esperada reunión de patas que no se ven hace lustros, pues la desbaratas si ella te llama para sugerirte hacer algo juntos.

Sabes que una chica te gusta cuando crees que Lima es una mejor ciudad solo porque ella vive ahí. Tú –que siempre despotricaste contra el tráfico, el frío, el cielo color cemento barato, la basura, la gente mañosa y cínica– ahora estás fascinado con vivir aquí, y no pasas una noche sin agradecerle a Dios (de quien te has vuelto un hincha acérrimo) por haberte permitido que ella nazca en estas hermosas latitudes geográficas.

Sabes que una chica te interesa cuando, a pesar de tus veite y algo años y de tu retórica experiencia en estas lides, asumes con ella el correoso comportamiento de un adolescente, y dejas de ser un hombre aplomado que se mueve con talento para convertirte en un alfeñique carcomido por las dudas.

Por último, sabes que una chica te gusta un montón cuando pierdes cerca de dos horas en elaborar una pormenorizada lista de situaciones que te demuestran que te gusta. Escribes un texto sobre eso y lo cuelgas en tu blog, cruzando los dedos para que ella lo lea pronto, se emocione, se encabrite y te pegue un telefonazo (o te ponga siquiera un mail) para decirte cuánto le gustas tú.

Pregunta obligatoria para los lectores: ¿cuándo saben ustedes que alguien les gusta? Quizá sus indicadores sean más precisos que los míos.

domingo, 7 de septiembre de 2008

SEPARACIONES

No hay separación amorosa que te deje conciliar el sueño con facilidad. Veamos. Cuando es la otra persona la que solicita separarse, simplemente no duermes durante dos o tres días: la nostalgia, la rabia, el dolor te devoran por dentro y te desvelan por fuera. Quedas en estado de vómito, de sequedad orgánica y sonambulismo. Ojeroso, atraviesas las madrugadas, evocando escenas, deshojando teorías y probabilidades (a falta de margaritas) tratando de entender en qué momento tu relación se fue al diablo. (Porque las relaciones, como ya se sabe, nunca se quiebran cuando se anuncia el rompimiento, sino mucho antes: la noche, la tarde o la mañana aquella en que intuiste que algo andaba mal, pero no te detuviste a conversar. Es en ese instante en que un inofensivo furúnculo empieza a convertirse en cáncer mortal. A la larga, el rompimiento es solo la manifestación epidérmica de algo que ya estaba podrido).
Por otro lado, cuando eres tú el que propone distanciarse, te vas a la cama con la negra sensación de haberle hecho pedazos el corazón a otra persona, y eso puede ser peor. No más triste, pero sí más agotador. Si llorar porque te dejan desgasta, ver que alguien llora por una decisión tuya desgasta el doble: la pena y el remordimiento son demasiado pesados, y por lo general la gente no tiene el temperamento suficiente como para ponérselos al hombro.
Cuando ven sufrir al novio o la novia, muchos flaquean y –en el colmo de la cobardía– prefieren oxigenar artificialmente una relación agonizante cuyo final es irreversible. Es como querer resucitar a un muerto. Es un esfuerzo inútil, que se realiza por compasión, por culpa, por no querer asumir el contrasuelazo de una dura realidad: hay veces en que tu felicidad y libertad emocionales dependen –muy lamentablemente– de un dolor ajeno. O eres tú o es el otro. Suena pésimo, ¿pero acaso no es así?
Hay un tercer caso: tal vez el más común (y el más patético). Se produce cuando tú quieres dar por terminado el vínculo, quieres romper, pero no te animas a plantearlo. Algún trauma enquistado en tu biografía te impide tomar al toro por los cuernos. Te da remordimiento. Pasan los días y no ‘encuentras’ (no quieres encontrar) el momento de iniciar la conversación definitiva. Entonces optas, quizá inconscientemente, por la salida más retorcida: inducir a tu pareja –a punta de señales necias y gestos ruines– a que sea ella (o él) quien ponga los puntos sobre las íes y acelere ese trámite que tú –cabrazo– no te atreves a finiquitar. En buen español: paseas y aburres a tu novia(o) con la ramplona finalidad de que sea ella (él) quien te expectore.
Sea de la manera que sea, toda separación supone un desapego que puede ser traumático. Y es que cuando encuentras a un ser humano que te gusta, te eriza, te entretiene, te cuida, te complementa, te inspira, desarrollas de modo irracional un indómito sentido de la pertenencia. Y para que eso ocurra no tienen que transcurrir años de años: bastan unos cuantos meses para que ese sentimiento nazca, se reproduzca, crezca y se expanda.
Sientes que la pareja es tuya, como tuyos son tus brazos, tuyo tu auto, tuya tu mascota, tuya tu alma, tuya tu almohada, tuyo tu riñón. Tanto te convences de esa posesión que también cedes tu individualidad para congraciarte y ser propiedad sentimental de tu novia(o).
Sin darse cuenta, los enamorados convierten el amor en un zapato ortopédico, una prótesis sin la cual no pueden caminar (o por lo menos eso les gusta creer). Por eso para los chicos enamorados separarse duele lo mismo que una amputación: sienten que les están arrancando una vértebra, que le están extirpando las tripas, cuando simplemente están regresando a su estado original: la soledad.

Quizá es de toda esa confusión de donde nace el impulso que lleva a la gente a ponderar categorías tan discutibles y volátiles como “LA mujer de MI Vida” o “EL hombre de MI vida”. Joder. Qué estupidez. No sé ustedes, pero a estas alturas yo ya me convencí de que la única persona de MI vida soy yo mismo. Contra lo que podría parecer, esa no es la conclusión de un treintañero amargado, sino la filosofía práctica de quien prefiere que su estabilidad anímica dependa lo menos posible de terceros.
Aún así soy consciente de que separarse es doloroso. Básicamente porque implica empezar desde cero, y porque te sientes obligado a aceptar que eres totalmente prescindible para alguien que aún es necesario para ti.
En los últimos días he vivido algo de todo esto. Una chica a la que quiero mucho (digamos que se llama CT) me pidió no vernos más. Algo que hice o dije o escribí (o las tres cosas juntas) la había decepcionado. Era tal su abatimiento que verme y saber de mí le resultaba más triste y dañino que no verme. Mientras conversábamos en un café (las relaciones humanas suelen acabar en un café), cobijé una certeza horrible: el único remedio para su consternación era mi invisibilidad. Entendí que, para que ella se salvara, yo tenía que mimetizarme con el aire y desintegrarme. Para que ella estuviera bien, para que retomara la conducción de su vida, era imprescindible que yo desapareciera, que me tragara la tierra por un buen tiempo.
Me odié cuando vi en sus ojos el pedido de un adiós involuntario, pero urgente. Me odié, entre otras cosas, porque alguna vez yo estuve en su lugar y le disparé esa misma mirada tirante –mitad desprecio, mitad amor– a una chica que me había desollado el corazón. Me odié por parecerme tanto a ese tipo de persona destemplada e insensible que siempre aborrecí, y en la que juré nunca convertirme.
La vida te da lecciones duras. Cuando produces en otro el avinagrado efecto que antes alguien produjo en ti prolongas una odiosa cadena que tiene infinitos eslabones. Ahora sé que solamente cuando CT le destruya el corazón a un tercero, recién ahí, mi culpa interna se aliviará un poco. Y tal vez solo desaparezca del todo el día remoto en que ese tercero haga añicos los sueños amorosos de otra mujer.
El dolor –como el calor de una antorcha que se pasa de mano en mano– se logra alejar de ti, pero con una martirizante lentitud. No desaparece de golpe, se esfuma.

También por estos días me he cruzado con una ex novia. La vi una noche, en un local público. Nos saludamos con normalidad y sostuvimos una charla amable: falsete, pero amable. Sin embargo, cuando regresaba a mi casa en el auto, no podía dejar de recordar el día en que nos separamos, hace más de una década atrás.
Ella es la chica que más me ha hecho llorar. Hasta antes de que mi vida se cruzara con la suya yo pregonaba esa frase que asegura que “los chicos son machos, porque no lloran” (otra antigua cojudez con inexplicable vigencia contemporánea). No me gustaba exteriorizar mi lado vulnerable. Pero con esta mujercita no pude hacerme el sueco valentón. La noche en que me dijo que “me quería, pero necesitaba estar sola” sentí que alguien me clavaba el cuchillo de Rambo en el empeine.
Hasta ahora no puedo creer todo lo que chillé. Un bebé recién nacido hubiera parecido un monje tibetano al lado mío.
Lloré lo que no había llorado nunca antes. Parecía una fuente de lágrimas. Si alguien me cargaba y me ponía en medio de una plaza, hubiera sido una perfecta catarata ornamental. Al día siguiente de la ruptura, las cuencas de mis ojos no estaban moradas, sino verdes de tan irritadas. Parecía un mapache castigado. Un zorrillo famélico y sin hogar.
Lo peor es que atravesaba la edad del masoquismo más ciego, o sea, lloraba con sadismo, relamiendo mis heridas como un gato techero y trastornado. Me encerraba en mi cuarto, apagaba la luz, enchufaba el minicomponente (nótese la reliquia tecnológica) y –al son de los temas más almibarados y suicidas de esa dupla de cabriolas llamada Air Supply– me practicaba imaginarios chuzos en las venas de las muñecas.
Ahí, postrado voluntariamente en la cama, barritaba de desolación. Lo raro –lo tremendamente raro– es que algo dentro de mí disfrutaba de todo eso.
Por esos días llegó a mis manos un librito de cuentos de Alfredo Bryce Echenique. En lugar de tomar ansiolíticos que me ecualizaran el ánimo (o barbitúricos que me lo aniquilaran de cuajo), me sumergí en la lectura de ese libro para ver si la Literatura hacía algo por mí (ya que yo no hacía nada por ella). Y fue en esas páginas donde encontré, inesperadamente, la manera de olvidarme un poco de la novia que me había dejado el autoestima en cuidados intensivos.
Uno de los cuentos de Bryce se titulaba ‘Una mano en las cuerdas’, y su protagonista era Manolo, un adolescente que vivía enamorado de Cecilia, una niña a la que espiaba diariamente en la piscina del Country Club de Lima.
En un momento de la historia, cuando Manolo le confiesa a un amigo que no puede quitarse a Cecilia de la cabeza, que el recuerdo de ella lo persigue día y noche sin misericordia, el amigo –exasperado– le lanza un consejo torpe pero absolutamente genial: “Imagínatela cagando”.
Ja.
No podría asegurarle a los lectores del blog que esa sea la mejor técnica para olvidar a una mujer, pero tampoco pongo en tela de juicio la eficacia del método. Es que es cierto. Pensar en la chica de tus sueños en pleno ejercicio excretorio (su rostro enrojecido por el arduo esfuerzo de la evacuación; las venitas del cuello a punto de explotar; los gemidos callados a que la pujanza obliga; la apestosa delicadeza de su pequeña deposición) puede acabar con la pasión más porfiada.
Si profanas su memoria angelical y te la imaginas en esos aprietos intestinales, el amor se te va, literalmente, a la mierda.
Creo que fue ahí cuando colegí que era mejor reírse de las penas de amor en vez de arrastrarlas cual si fuesen las chirriantes cadenas de un alma en pena condenada a morar imperecederamente en el purgatorio.
Pero el humor también se toma sus días. Y mientras llega para consolarte, te sientes un poco a la intemperie, un poco en desamparo, como si a tu casa le hubieran retirado el techo y las paredes y hubieses quedado a merced de las lluvias más copiosas. Todo es un charco lodoso cuando alguien se va de tu lado.
Y la escena final es asquereosa: tú llorando sobre su hombro, atragantándote con tu propio llanto, y ella palmoteándote la espalda, como si fueras un niño al que hay que apapachar porque está deprimido. Puaj.
Necesitaba escribir esto.
CT, una chica a la que quiero mucho, me ha pedido que desaparezca, lo que equivale a pedirme que me muera un poquito, que renuncie a mis impulsos. Que deje de ser yo. Para que ella viva, tengo que morir. Qué vaina.
Supongo que de eso se trataba todo.
Pero llegaste tu... y me salvaste garcias MC